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Muerte de un poeta soldado

Hay tiempos convulsos en los que las vidas de artistas, emperadores y religiosos pueden cruzarse.
Fue el caso de uno de los grandes poetas de nuestra literatura, Garcilaso de la Vega. No contamos nada nuevo de Garcilaso si decimos que fue soldado y hombre de relevancia política en la corte de Carlos I, que le tuvo en mucha estima (casi siempre).
El caso es que el autor de versos como ése que dice “Escrito está en mi alma vuestro gesto” o ese otro de “Oh dulces prendas por mi mal halladas”… tuvo una vida llena de batallas (de las de aceros y de las de besos).
Cuentan que murió Garcilaso en medio de la guerra que enfrentaba al emperador Carlos y al rey francés Francisco I. El poeta era ya por entonces maestre de campo de un tercio de infantería, con unos 3.000 hombres a su mando. Sin embargo, pese a su alto rango militar, fue el primero en intentar tomar al asalto una fortaleza con la única ayuda de un pequeño escudo (rodela). Pasó lo que tenía que pasar y una de las piedras que lanzaron desde lo alto los defensores le hizo caer al foso, herido de gravedad.
El poeta no murió inmediatamente, sino que fue trasladado a Niza, donde le cuidó su amigo Francisco de Borja, que llegaría a ser máximo responsable de la orden religiosa de los Jesuitas y santo.
Dicen también que el Emperador, enrabietado por su muerte, mandó ahorcar a todos los defensores de la fortaleza francesa una vez que fue conquistada.
Sí, tiempos convulsos, en los que las letras, la política, la guerra y la religión iban de la mano. En realidad, casi como ahora.

Por cierto, hasta Alberti reconoció su fascinación por Garcilaso y le escribió este poema:

Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
qué buen caballero era.

Mi traje de marinero
se trocaría en guerrera
ante el brillar de su acero;
qué buen caballero era.

¡Qué dulce oírle, guerrero,
al borde de su estribera!
En la mano, mi sombrero;
qué buen caballero era.

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