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Miguel Hernández, fútbol y flamenco

El 30 de octubre pasado se cumplieron 106 años del nacimiento del poeta Miguel Hernández, uno de los máximos exponentes de la poesía comprometida de la primera mitad del siglo XX en España, poeta combatiente en grado tan alto que ningún otro escritor se le puede comparar en nuestra Guerra Civil.

Antes de la década de los 30, cuando el de Orihuela era un adolescente, fue un muchacho al que le gustaban como a cualquiera la juerga y las bromas; además, jugaba en un equipo de fútbol. Un equipo de fútbol que fue bautizado como ‘La Repartiora’ porque lo repartían todo entre sus integrantes: El Mella, Rosendo Mas, Sapli, Manolé, Pepe, el Botella, Paco, Rafalla, Gavira, el Habichuela, José María, Paná, Meno y el Barbacha, que era Miguel Hernández.
Le pusieron este apodo, que es el nombre de un tipo de caracol, porque era un jugador bueno y fuerte, pero algo lento.

Miguel, en la foto, es el segundo por la derecha en la fila de abajo.

Por aquellas fechas Miguel hizo una gran amistad con el panadero Carlos Fenoll, también enamorado de la poesía, así como del arte de conversar y del flamenco, devoto del cantaor Cepero para más señas. Un día se fueron los dos, Hernández y Fenoll, a una taberna de la calle Barea donde se degustaba buen cante jondo. Tras unos vasos de vino, Miguel se comprometió con el cantaor Antonio García Espadero, conocido como el ‘Niño de Fernán Núñez’, a hacerle unas coplas que se titularían ‘Canción de flamenco’ y ‘Soledad, ¡qué solo estoy!’.
Hay dudas sobre la autoría de estas coplas, pero la segunda puede que fuera ésta:

Las penitas de la muerte
me dan a mí que no a otro,
cuando salgo al campo a verte
con mi negra, negra suerte,
con mi negro, negro potro.

Soledad, qué solo estoy
tan solo y en tu compaña.
Ayer, mañana y hoy,
de ti vengo y a ti voy
en una jaca castaña.